Treinta segundos en los que estás y no estás. Treinta segundos que marcan la diferencia.
Te sigo con la mirada mientras juegas y cuando vuelvo a mirar, treinta segundos después, ya no estás.
Todo gira, te busco y no te encuentro. Todo se acelera y se ralentiza a la vez. Busco tu luz porque lo demás no importa.
Siento un gran vacío, un profundo abismo, una soledad infinita. Vislumbro ecos de tragedia, de llantos, angustia, culpa y desasosiego. Miles de pensamientos oscuros inundan mi mente.
Creo verte a ti y a tu sonrisa por todas partes. Mi corazón desbocado. Pero no estás.
Y todo eso treinta segundos después.
Al fin te encuentro. Y tu me recibes feliz, como siempre, e inconsciente de todo, sentado en un balancín del parque: "Mira mami, me estoy remando yo solo".
Te beso, te abrazo, te palpo para asegurarme de que en verdad eres tú, de que estás bien, y te vuelvo a besar. No te quiero soltar.
Todo vuelve a su estado natural, regresan los colores y el resto del mundo, ya no veo oscuridad sino luz. Pero la angustia sigue ahí.
Yo te encontré pero no puedo evitar pensar en todas esas madres que no han tenido la misma dicha, y siguen buscando perdidas en esa oscuridad asfixiante que sobreviene inexorablemente treinta segundos después...