A veces, mi hijo, con todo y lo pequeñito y lo delgado que es, se me figura en mi mente como un enorme y pesado rinoceronte. Especialmente a la hora de dormir su siesta. En su cruzada por encontrar la postura que le lleve al jardín de los sueños puede optar por tomar un sinfín de posiciones anacordes, y sin atreverse del todo a apoyar la cabeza y el resto del cuerpo hasta que, al final, cae vencido por fin, por el cansancio.
Cae en un sueño profundo, sereno y placentero. Cae de repente y tras una brusca caída en posición. Cuando esperas, llevada por la inercia, a que retome sus vueltas y su búsqueda de la posición perfecta te das cuenta de que ya está dormido. Dormido allá en lo hondo. Donde el sol calienta, el río suena y donde se le posan los pájaros y él no siente ni cosquillas. Dormido en una rica siesta allá en la espesura de los sueños.
Mientras, mamá, mami, yo, lo observo, lo acaricio, lo beso y me maravillo por el milagro de tenerlo, por lo rápido que crece. Me maravillo por la obra más perfecta creada, por su herencia. Me entretengo buscándole parecidos, detalles heredados de la familia. Y me maravillo, me maravillo por el milagro de tenerlo.